¿Qué hay por aquí?

04 octubre 2011

Cansada de enroscar bombillas y creer que son ideas

Haciendo de hombre-orquesta en tu puerta,
esperando verte salir,
o aguardando sentado a que en la pantalla 
aparezca la palabra fin

Uno de los mayores inconvenientes que acecha a quienes pretendemos —y no conseguimos— escribir algo en condiciones algún día es el de caer en el hábito monotemático fruto, muchas veces, de un limitado conocimiento y encasillarse, como se suele decir. Después de una adolescencia inevitablemente cargada de pseudo-literatura rancia y sentimental, de corazones rotos y choques generacionales, vino lo que suelo llamar mi “etapa universitaria de trenes y andenes”. Pasaba tres horas diarias en el tren para ir y venir de la universidad y la gente con la que solía relacionarme por aquella época también vivía lejos, así que casi todas mis historias, reales y ficticias, empezaban o acababan en una estación de tren, a menudo con el banco rojo de la Renfe por paisaje, un cigarro con el que cerrar la reflexión y la figura de un vagabundo para echarle más dramatismo al asunto. Ya desde bien joven me abrumaba lo injusto y triste que puede ser el mundo.

Tras esta etapa vinieron otras de menor duración, como la etapa rebelde de cristales rotos y hojas de cuchillas amenazando con acabar con todo, la etapa “voy a escribir literatura erótica ahora que por fin sé de lo que hablo” o intentos fallidos de filosofía barata. La más acusada de un tiempo a esta parte es la que podríamos llamar, como suelen hacer los manuales de literatura, “última etapa” o “etapa de maduración”. Que no os engañe la palabra maduración, en el fondo sigo siendo la misma. Prestad atención, en cambio, en lo de “última”, pues no sé si será este momento de desolación en que ya poco creo en mí el que me hace pensar que ya no hay vuelta atrás. Me influye mucho el paso del tiempo y sus consecuencias como para no sacar a relucir estas ideas cada vez que trato de escribir algo. Solo me apetece hacerlo cuando me siento envejecida, ya sea por mi piel, que parece cambiar de un día para otro, ya sea por ver como cambia mi entorno mientras me aferro a lo mismo de siempre, ya sea por la degradación constante de unas relaciones y otras, o por la maldita melancolía que no me abandona nunca, como si escribir fuera la única manera de detener el tiempo para encontrar un resquicio de tranquilidad. Y me empeño en salir de esa situación, porque quiero contar mi alegría, el brillo de esas pequeñas cosas que me hacen feliz un solo instante y, por supuesto, no quiero ser infeliz ni regodearme en la tristeza pero, como una adicta, necesito de ella para poder crear algo.

Cuando era (pre)adolescente, sumida en mi romanticismo, huía del tipo de vida que socialmente se me asignaba. No quería salir de fiesta, no quería aprender a maquillarme ni ir vestida a la moda. Mis compañeros de clase me parecían superficiales y yo era más feliz sola, en la penumbra de mi habitación, iluminada con velas, escuchando música poco convencional para la época y para mi edad, devorando libros… y sobre todo, bolígrafo en mano, dispuesta a comerme el mundo con mi supuesto don para la escritura. Ese romanticismo fue evolucionando hacia una mayor sociabilidad y, aunque quise ser muchas cosas de mayor (deseos que iban y venían según soplaba el viento), ser escritora (o escribir, simple y llanamente) es el único sueño que se ha mantenido firme todo este tiempo, debido a sus muchas ventajas: posibilidad de hacerlo al aire libre o en cualquier lugar, posibilidad de hacer una buena acción consiguiendo que la gente se evada de su, tal vez, asqueado mundo real, reconocimiento social, compatibilidad con otros trabajos o actividades… La mayor ventaja de todas es la de la propia satisfacción de crear. Quizás mi instinto maternal vaya más por esos derroteros. Me asusta la idea insensata de traer niños a un mundo que parece abocado al fracaso constante, pero esto ya es otra historia.

Sea como sea, la sensibilidad muestra su lado más cruel a medida que voy haciéndome mayor. Ya no me valen esos consejos de intentar ser positiva y tratar de ver siempre el lado bueno de las cosas, porque mi desolación va mucho más allá de todo eso. Sé que no estoy perdida del todo. No he perdido mi sentido del humor, ni dejo de disfrutar de todo aquello que da sentido a mi existencia. Incluso soy capaz de valorar positivamente el dolor, la rabia, la impotencia, los celos… pero por todos es sabido que cuando más sensible eres más frágil te sientes, y a día de hoy me siento incapaz de ponerle más contrafuertes a esta fragilidad para que no acabe de derrumbarse del todo. (Solo) tengo treinta años, pero la apreciación del tiempo desde hace ya algunos años es tan fugaz que a veces es como si ya los hubiera pasado, como si en vez de treinta, fueran cuarenta o cincuenta.

Al final se reduce todo al miedo. No sé muy bien a qué, si al futuro, a la muerte, a la soledad, a la sociedad en general que cada día está más loca… pero miedo al fin y al cabo. Y trato de desdoblarme, de refugiarme en la creación de historias, gentes y lugares ficticios que proyecten todo lo que queda eclipsado por el miedo a la vida real. Y como la pescadilla que se muerde la cola, la frustración de no conseguirlo, la conciencia de mis propias limitaciones, es la que vuelve a tirarme de cabeza al miedo.

En pocas palabras, estoy estancada. Quién pudiera volver a la pseudo-literatura rancia y sentimental y a la ingenuidad de las primeras intentonas...

1 comentario:

Shhh... dijo...

llego a tu blog de rebote, leo esta entrada y parece que me estuviera leyendo a mi misma...

¡Por aquí me quedo!