¿Qué hay por aquí?

03 junio 2011

El otro lado de la cama

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De pequeña solía leer (no recuerdo el título) un cuento sobre un anciando que, a oscuras con un quinqué, en camisón y gorro de dormir, salía de su casa a altas horas de la madrugada en las frías noches de invierno de la Inglaterra del siglo XIX. Salía de la cama, daba un paseo y volvía a ella, titiritando en silencio. Cuando la criada le preguntaba, perpleja, el por qué de esa costumbre, el anciano siempre respondía que para valorar la calidez del hogar y las mantas, era preciso no olvidar el frío y la inclemencia. 

Qué idiota me parecía aquel hombre cuando lo leía bien acurrucadita con la linterna bajo la manta, antes de dormir, en aquellos años en que mi mentalidad era más simple y solo era capaz de hacer una interpretación literal de los hechos.

Poco a poco, fui entendiendo que todo en la vida tiene su lado opuesto, que lo bueno siempre tiene su lado malo, y viceversa; que para disfrutar hay que saber que lo podrías pasar peor y que para pasarlo mal debes recordar que podrías pasarlo mejor pero yo, que solía ser de tonos grises, ni blanco ni negro, a día de hoy no logro el equilibrio. ¿Dónde está el límite diario de cambios anímicos para considerarse una persona mínimamente cuerda?